No al maíz transgénico
La
Jornada Internacional
contra Monsanto, convocada por
diversas organizaciones civiles y ambientalistas, logró sumar ayer
multitudinarias muestras de
apoyo en cientos de ciudades de más de 50 países de todo el mundo: Estados Unidos, Argentina, México, Japón,
Sudáfrica, Alemania y
Australia, entre muchas otras
naciones.
Es
significativo que esta movilización social masiva, internacional y prácticamente simultánea no haya estado dirigida
en esta ocasión en contra
de algún Estado u organismo
financiero, sino contra una entidad particular que detenta, por
añadidura, una posición hegemónica en el ámbito de la producción alimentaria y la biotecnología –particularmente en el desarrollo
y comercialización de maíz transgénico–, y cuyo enorme poder y alcance la coloca en una posición amenazante
para la alimentación de las poblaciones y para la biodiversidad.
En
el caso concreto de nuestro país, el correlato de este rechazo es la solicitud
de permisos, formulada por las empresas
Monsanto y DuPont-Pioneer al gobierno mexicano, para producir maíz transgénico
a gran escala, con fines comerciales y sin restricciones,
con el supuesto objetivo de
contener las crecientes importaciones del grano en el país.
Tal
solicitud es improcedente. Como ha sido documentado por distintas publicaciones científicas en el mundo, ese tipo de cultivos
constituye un factor de riesgo
para la salud de las poblaciones y para la biodiversidad, en la medida que su
consumo está relacionado causalmente con afecciones diversas a los órganos vitales, en tanto que su
producción está vinculada con la contaminación
irreversible de especies autóctonas
en distintos entornos.
Los
ejemplos abundan: el año pasado un estudio
elaborado por investigadores de la Universidad de Caen, Francia, documentó la aparición de tumores cancerígenos en ratas alimentadas con una variedad de maíz transgénico producido por Monsanto. Tres años antes, el International Journal of Biological Sciences
publicó un artículo académico en que se demostraba que tres variedades de maíz genéticamente modificado, producidas por la trasnacional alimentaria estadunidense, pueden ocasionar daños a los riñones, el hígado y el corazón.
La
falta de pruebas suficientes sobre la inocuidad de cultivos alimentarios de ese tipo debería ser suficiente para que las autoridades
impidieran su producción irrestricta y a gran escala. Pero
hay también consideraciones
económicas de peso, como el
hecho de que la libre comercialización de granos genéticamente modificados, lejos de ser una solución a la creciente dependencia alimentaria, asesta un golpe adicional a los productores tradicionales, de por sí castigados
ante el aumento de las importaciones de ese y otros alimentos básicos en general; colocaría la producción en manos de un puñado de empresas –tres de las cuales,
Monsanto, Syngenta y DuPont-Pioneer, controlan más de 90 por ciento del mercado– y agudizaría, por esa vía,
la pérdida de autosuficiencia
del país en el campo de la alimentación.
Si
es verdad que el combate al hambre es una
de las prioridades del
actual gobierno federal, el punto
de partida obligado sería el reconocimiento de las autoridades nacionales, a la relación entre dicho flagelo y el modelo de política alimentaria que ha sido impuesto al conjunto de la población, el cual se basa en una apertura indiscriminada
de los mercados y ahora, también, en la conversión del derecho a la alimentación en negocio privado de unas cuantas compañías.
La
corrección de la problemática
requiere, pues, del diseño y aplicación de medidas orientadas a garantizar la autosuficiencia alimentaria, empezando por mantener o ampliar las restricciones
a los cultivos transgénicos;
revertir el escandaloso incremento en las importaciones de alimentos, y reorientar los apoyos gubernamentales a pequeños productores agrícolas.